El 28 de mayo es el Día Mundial del Perro sin raza; esos que acá llamamos satos y son más abundantes, saludables y cariñosos que muchos de reconocido pedigree. Chuchos de ojos conquistadores que crecen como caricaturas de sus ancestros alcurniosos, cuyas cualidades remedan de forma irreverente, a veces con tanta gracia que hasta inician su propio linaje.
En casa llegamos a tener una docena de esos (a la vez, sí… ese es el superpoder de mi madre), además de otros muchos a lo largo de los años. El primero fue Luisi: un enano color ébano que se fugaba por la ventana de un salto (Sotomayor lo envidiaría) y contagió a Leo, el salchicha, tal habilidad.
La etapa de los muchos empezó con Suerte: una bolita que confundí en la calle con una rata. La traje a casa y mi mamá la hizo suya. Nunca midió más de una cuarta de alto. Cuando tenía cuatro años soltaron un cachorrito orejón en nuestra puerta, mi cuñada lo recogió, y antes del año nuestra Suerte se vio multiplicada varias veces: de cinco en cinco llegamos a acumular aquellos 12, más regalados y muertes prematuras.
A los primeros los nombré yo, por entonces embarazada. Menos a uno, que decidí hacer mío y terminó respondiendo a ese nombre. Los siguientes los nombró mi bebé de ocho meses en su jerga: Agú, Egué, Kiai, Tota… Menos a la pequeña: “É mía”, decía enfático, y en casa reían del curioso remake.
Con el tiempo quedaron la madre y dos hijas. Vivían en el techo porque el nene era alérgico. Mi mamá las llamaba cada atardecer: “!A comerrrrr! ¡Suerte Tota Míaaaa!”. Mira que le supliqué para que usara comas entre nombres, o bajara la voz, o cambiara el orden… pero nada: día por día vociferaba su mantra indecoroso y las risotadas de vecinos y transeúntes aumentaban mi divertida vergüenza.
El resto de las inquilinas fueron “de raza”, pero las criamos como satas porque era más saludable. Cuando llegó Jorge a mi vida quedaban tres: la tibetana Luna, la chinita Mía y la pastora Maya.
Las dos primeras dejaron descendencia antes de morirse en nuestros brazos. Ambas se las amañaron para dejarse preñar por par de vagabundos y parieron varios hermosos satos que logré regalar, siempre bajo protesta familiar.
A cada rato vemos a nuestros perrinietos, y como nos recuerdan se dejan abrazar. Eso nos llena de ternura, pero no hace menos dolorosa la partida de Lunita, quien nos marcó de tal modo que ni siquiera pude hacer una crónica sobre su fin.
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Con Maya frenamos el desliz erótico unas cuantas veces, y ya no tiene edad para ser madre. Pero no pudimos evitar que se robara a los ahijados para consentirlos, a pesar del celo de las paridas, ni que adoptara como 15 gatos recién nacidos, recogidos en la calle, para criarlos como propios: incluso los amamantó por años, y al que llegó sin ojos le ayudó a trepar, cazar, pelear y todo lo que podían hacer los demás.
Ese es mi referente de ser perras: amor, ocurrencias, compromiso, consuelo, nostalgia, apoyo, diversión… Por eso no entiendo de qué hablan los hombres cuando llaman “perra” a una mujer en tono despreciativo, sobre todo en ¿canciones? de moda; ni por qué algunas congéneres asumen el epíteto para reivindicar su derecho a ser malas como recurso útil para relacionarse con los demás, incluso con otras mujeres.
Dos jóvenes de nuestro grupo wasapero, ambas feministas, ecologistas y profesionales, intentaron explicarme el asunto. Allmita mencionó una frase pegajosa: “Yo nací para ser perra, pero nunca llevaré el bozal”, y Yiliet asegura que “ser perra está de moda”.
Según cuenta la segunda, una cantante a quien admira presenta la perritud como cualidad loable: el “temazo” es una especie de metáfora de la idea inocente de que la vida sería más fácil si nos portamos como animalitos bien cuidados y claudicamos a “la necesidad de sumisión”, al deseo de “ceder el control y no llevar por ti misma toda la carga siempre encima”.
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Leo y releo sus criterios. Intento ser neutral y volver a mis veintipocos. Analizo diversas corrientes y derivaciones de esa imagen de mujer aperreada, dispuesta a bajar la cabeza o rebelarse según actúe el dueño-proveedor-dominante…
“!Suerte Tota Mía!”, grito en un gesto de liberación mental y en casa me miran con sorpresa, casi con preocupación. Sin decirlo, Jojo pregunta con sus ojos: “¿Y a ti, qué bicho te mordió?” Sonrío enigmática y respondo a su silencio: “Nada, niño, perrerías mías…”.
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