María Manuela Rojas siempre quiso cubrir su cuarto de oro. Soñaba con ver las paredes hasta el techo repletas de objetos valiosos, anillos, ánforas, collares, coronas, diademas, condecoraciones. El color amarillo le causaba una fascinación solo de imaginarlo. En sus elucubraciones iba hacia las minas de ese material, arrancaba los pedruscos con un pico, se los llevaba en alforjas que luego guardaba debajo de su cama, encima de las vitrinas, al lado de la ropa de dormir. En cambio, la muchacha de apenas catorce años lo único que poseía era una hucha con ocho monedas de cobre bañadas en oro. Ese pequeño tesoro, regalo de su madre por el cumpleaños, figuraba en lo más alto del armario junto a los santos y el Sagrado Corazón de Jesús.

No es bueno que idolatres tanto las riquezas de este mundo, le había dicho en una ocasión Sor Mercedes Concepción, la madre superiora. La chica estudió las primeras letras con las monjas, ahí leía acerca de las historias bíblicas, la compasión del Nazareno por los pobres y su lucha por la igualdad. El pasaje de los panes y los peces le parecía conmovedor, sin embargo, en más de una ocasión se dijo a sí misma que, de ser ella la bendecida con el poder de multiplicar cosas, no lo habría hecho con alimentos, sino con oro. Imaginaba montones de ese mineral colocados en las orillas del río Jordán y sus ojos brillaron. Eso sí hubiera sido terminar con la pobreza, pensó la chica mientras veía las láminas del Nuevo Testamento, ilustradas por maestros de los monasterios capuchinos españoles.
La pasión de María Manuela por el oro estaba preocupando a sus parientes, quienes eran ricos, pero profundamente católicos. Me parece que hemos fomentado valores equivocados en la niña, decía el padre, pero la progenitora insistía en que la criatura no tenía mal corazón y era normal que de joven le gustara todo lo bueno. Entonces, Josefa Jiménez, madre de la chica, ideó pedirle prestado algo del pequeño tesoro a la hija solo para ponerla a prueba. Ya verás que a su mamita no le va a negar nada, aseguró al esposo, queriendo hacerle notar que María Manuela conservaba ese amor puro, infantil e ingenuo hacia sus padres.
Aquella mañana Josefa esperó el regreso de la muchacha del colegio de monjas. Puso cara de compungida, como si una gran catástrofe le sucediera y ensayó varias veces el discurso acerca de una supuesta calamidad familiar: Alfonso Rojas, coronel del ejército y padre de María Manuela, estaba enfermo de una grave dolencia en el hígado que requería pagar un costoso tratamiento y eso los había llevado al endeudamiento; entonces era necesario usar las monedas de la hucha como parte del pago de dicho préstamo. Cuando la muchacha oyó esas peticiones de la voz materna, se echó en uno de los sillones, soltó una lágrima sincera y miró con angustia al suelo. Lo siento mucho, mamá, pero ese dinero no te lo voy a dar, dijo.
Un aluvión de furia se desató en la vivienda sita al final de la calle del Corojo. Tan grande era la bulla de aquellos gritos que una bandada de pájaros despegó el vuelo y fue a posarse en lo más alto del campanario de la ciudad. Los vendedores se detenían asustados, oyendo aquello, ya que en la familia de los Rojas jamás se había dado un escándalo. Ocho, son solo ocho monedas, ¿crees que estás aportando la gran cosa para la mejora de la salud de tu padre?, vociferaba Josefa. María Manuela, acosada por las peticiones, llena de rabia y con su apego al oro a flor de piel, sostenía en sus manos la hucha. Ambas mujeres casi llegaban a la violencia física, dándose pequeños empujones. En uno de esos episodios, la muchacha dijo con frustración, llanto y odio que jamás entregaría su tesoro, que antes permitía que ocho legiones de demonios entraran en su cuerpo.

El silencio más absoluto se irguió de pronto entre las dos mujeres. Era como si aquella frase hubiera creado un cisma entre este y el otro mundo y una atmósfera hostil, oscura, se adentrara por el fondo de la casa, atravesando las paredes hasta llegar al zaguán donde se estaba dando la discusión. Aquel aire frío, impropio del mes de agosto que corría, llevaba un olor a azufre que se empozó en el armario de María Manuela. Era como un hedor a comida fermentada, pero a la vez dulzón, nauseabundo. La joven se encerró en su habitación toda la tarde y la noche, negándose a comer. En el recibidor y a altas horas, los padres debatieron decepcionados acerca de la actitud de María Manuela. Estaban convencidos de que solo enviarla a un convento y volverla monja la curaría, pero la madre lloró sin consuelo ya que no soportaba la idea de separarse de ella.
En efecto, cuando recomenzaron las clases, la adolescente no lo hizo en el colegio normal, sino que fue matriculada en un convento en la vecina villa de Trinidad. María Manuela no opuso resistencia ya que estaba deseosa de proteger sus monedas y poner distancia era la manera más efectiva de conservarlas. Las primeras noches junto a las monjas y el resto de las compañeras de estudio transcurrieron con tranquilidad. El convento estaba en las afueras y rodeado por una pared de casi dos metros de altura. Solo entraban mujeres y, una vez a la semana, el padre Alberto de la Parroquia.
La muchacha evitó, por un tiempo, enviarles cartas a sus padres, ya que aún había serias diferencias y choques. Así que el aire de los jardines de aquel encierro, los desayunos con queso de cabra y café de las montañas, las clases sobre religión y gramática llenaban sus horas. Hasta una noche en la cual, dormida, sintió que la llamaban. Tu padre enfermo te necesita, decía la voz. Llena de miedo, vio cómo debajo de la puerta que daba al pasillo una sombra se movía. Casi al unísono, unas manos levantaron la sábana de su cama y se sintió expuesta. Dio un grito que despertó al resto de las muchachas. Revisaron el local, pero no había nada. Sor Ignacia, la madre superiora del convento, había recibido de la familia de María Manuela un conjunto de recomendaciones entre las que se hallaban el no llevarle mucho la contraria debido al carácter irascible. Así que aquel episodio pasó sin penas ni glorias. Nadie quiso discutir con María Manuela sobre lo que sucedió esa noche y a los meses todo fue olvidado.
Durante las vacaciones de diciembre, ya en Remedios, la joven comenzó a comportarse de forma extraña. Miraba a las demás personas a través de un vaso de cristal lleno de agua. Iba a todas partes con aquel frasco levantado, lo colocaba cerca cuando estaba haciendo otra cosa y no bien se iniciaba una conversación volvía a hacer lo mismo. Decía que era agua bendita y que la usaba para ahuyentar a los demonios. En medio de la misa, un domingo, comenzó a gritar como una loca y salió corriendo calle abajo. Los presentes se miraron llenos de asombro. Se murmuraba que padecía de una enfermedad mental o de un trastorno de carácter severo, pero a la vez se comenzó a hablar de posesión demoniaca. La propia chica decía que en la noche el olor del armario se tornaba insoportable y que era del aroma del infierno.
La voltereta de la historia fue cuando la hallaron pastando en el patio, como si fuera una res. Desnuda, a cuatro patas, con un mazo de yerbas entre los dientes, sucia, María Manuela comenzó a imitar el mugido de las vacas. Amarrada en una silla, la bañaron, vistieron y perfumaron, pero con su lengua logró zafarse de algunos de los lazos que le habían hecho. Aquel apéndice poseía una fuerza increíble y se fue alargando con los días. La muchacha lograba lamerse los pechos, el abdomen y otras partes. Decía atrocidades que llenaban de espanto a Josefa. Nunca pensó que su niña, criada en la piedad, tuviera tanta cultura de la perversión y el pecado. María Manuela no volvió al convento, la encerraron en lo último de la casa, en un cuarto que antes era para trastos. Allí, casi desnuda, la chica se tiraba contra las paredes y arrancaba las losas del suelo para escarbar y tragarse la tierra. Gusanos y cucarachas eran los manjares predilectos, que engullía emitiendo un sonido gutural de gozo muy aterrador.
Llenos de tristeza, los padres de la joven intentaron todas las vías médicas para su tratamiento, pero uno a uno los doctores se daban por vencidos. Entonces, el padre Tordesillas de la Parroquia de Remedios intervino, ya que como parte de su formación en Roma había tomado un curso de exorcismo. Con la Biblia y una pila de agua bendita como armamento, dispusieron que las jornadas de limpieza de los demonios acontecieran en la propia casa de María Manuela. Los primeros días nada cambiaba. Ante los rezos del sacerdote, la chica se quedaba quieta, pero al rato había que atarla bien, porque con una fuerza impropia de una mujer de esa edad era capaz de deshacer los nudos. A veces escupía a los presentes y los insultaba, otras, decía frases en latín y arameo, en griego antiguo y en copto. Todas esas eran pruebas de que —según la liturgia— uno o varios demonios habitaban en su cuerpo.
El hedor nauseabundo que salía del armario ahora estaba en toda la casa. En ocasiones, una nube de humo se hacía presente e impedía que se pudiera ver con claridad. Solo cuando se oía a los lejos el coro de la iglesia, que cantaba un exaltado Gloria in excelsis Deo la muchacha se quedaba en paz y sus ojos ganaban brillo. Entonces parecía que todo volvería a la normalidad. Al concluir las notas de la pieza, un rugido abismal salía de su garganta, como si miles de seres retornaran de los más profundo del universo hundiendo la casa en llamas invisibles de pecado y condena. El padre Tordesillas intentaba calmar la atmósfera y repetía el estribillo de la canción: gloria a Dios en las alturas, pero las manos agarrotadas de María Manuela eran garfios que terminaban en unas uñas sanguinolentas y llenas de barro del suelo. En ese punto, la muchacha era capaz de desgarrar la carne, los tendones e incluso los huesos de cualquiera de los presentes. Sus dientes se fueron afilando con las piedras de las baldosas y eran múltiples colmillos disparejos y precarios, pero implacables cuando ella daba una mordida.
Una vez, mientras se le recitaba todo el rosario, la muchacha comenzó a predecir la fecha y manera en que todos iban a morir. Dijo que el padre Tordesillas se atoraría con un trozo de tocino a la una de la tarde del día 2 de octubre del año 1795 y que, ahogado, caería sobre la mesa de la sacristía. El monaguillo que sostenía la pila de agua bendita salió huyendo de miedo cuando escuchó que fallecería víctima de una jauría de perros jíbaros en las inmediaciones del ingenio de Dolores en el verano de 1777.
Poco a poco, con mucho trabajo, los demonios confesaron sus nombres y, a partir de allí, era más fácil expulsarlos. El último en salir, llamado Asmodeo, tomó forma de mosca y cuando apareció en la punta del dedo gordo de María Manuela emitió un humo cuyo olor hizo vomitar de asco a los presentes. Eran ocho legiones con jerarquías infernales, las cuales entraron en el cuerpo a partir de uno de los siete pecados capitales que la joven tenía bien acentuado. Las recomendaciones del padre iban dirigidas hacia el dinero y la posesión de riquezas. Le estaba prohibido a María Manuela poseer ningún tipo de moneda, joyas, prendas caras. La austeridad sería su salvación.
Todas las tardes los vecinos veían a una mujer huesuda en exceso, con el pelo largo y prematuramente blanco, sentarse detrás de la balaustrada de la casa de la calle del Corojo. No decía palabra y conservaba en sus manos un vaso de cristal con agua bendita. Apenas con dieciséis años, María Manuela aparentaba cincuenta. La familia se deshizo de todos los lujos. En la sala solo sillas de madera tosca sin barnizar, en el comedor una mesa de tablas de palma con trozos de yagua. Las camas desaparecieron y en su lugar se colocaron hamacas de tela dura sin adornos. Todas las pinturas y los oropeles se eliminaban de la vista de los inquilinos. Una cruz de bronce, también sencilla y sin inscripciones, descansaba en lo más alto, justo en las intercepciones entre el recibidor y el resto de la vivienda. Todos los días, a las diez de la mañana, las monjas venían y rezaban en el patio junto a la familia. La piadosa muchacha ni siquiera tenía espejos y por ende no se arreglaba el cabello que le caía deforme sobre la nuca apenas amarrado por unos moños hechos con improvisación.
Ante la insistencia de ella por querer al menos hacerse una trenza ya que los vecinos la llamaban burlonamente la bruja de la calle del Corojo; los padres le compraron un espejo justo el día que cumplió dieciocho. Su nueva motivación de vida, además de leer el rosario, fue arreglarles el cabello a las demás mujeres. Espejo en mano, ejerció de peluquera, aunque sin cobrar, solo pedía que dieran las gracias a Dios cada vez que concluía uno de los trabajos. Era como si con eso, María Manuela buscara una especie de redención que la protegía del retorno de los demonios. Una tarde, cuando acababa de hacerle un corte de cabello a una chica que poseía la voz más delicada y hermosa del coro de la iglesia, comenzó a retumbarle en la cabeza aquella melodía: Gloria a Dios en las alturas. Entonces le vinieron imágenes del exorcismo como flashazos visuales. María Manuela, fuera de sí, perdió el control de sus acciones. ¿Qué pasaría si te cortara el cuello con estas tijeras?, dijo la joven y en su rostro hubo como un retorno de ese gesto demoniaco, oscuro, de hondas cuencas como abismos del infierno. La escena duró menos de un minuto, antes de que todo volviera a la normalidad. María Manuela, luego de eso, perdió toda su clientela ya que nadie se iba a arriesgar la vida en sus manos.
En la absoluta soledad, siguió sentándose en la misma ventana todas las tardes. Botó el espejo, pues dijo que, cuando se miraba, aparecían los demonios. Así que su cabello largo, encanecido y sin forma fue el hazmerreir y el terror de la villa. María Manuela desarrolló periodos de pánico en los cuales se quedaba sin respiración y agarraba el rosario con fuerza, apretando el crucifijo hasta hacer sangrar sus manos. Nunca recuperó su peso. Hecha un espinazo, con las costillas visibles, la debilidad la obligaba a usar un bastón. Las cucarachas y los ratones, que fueran su alimento durante el periodo de posesión, le causaron un profundo miedo. Los veía como embajadores del infierno, por lo cual la familia le pagó a un exterminador, quien por años colocaba jaulas y trampas por toda la casa. Los chillidos de las ratas atrapadas debajo de los mecanismos de metal, apretándolas hasta sacarles las vísceras, fueron la banda sonora de aquella vivienda durante las noches. También, en pocas ocasiones, se sentía un olor procedente del armario, justo del sitio en que estuvieron colocadas las monedas.
La hucha con aquellas piezas de cobre y baño de oro fue incautada por la Iglesia. El Obispo en persona la fue a buscar y la puso bajo llave en un cofre cuyas paredes estaban recubiertas con páginas del Antiguo Testamento, en particular el Libro de Éxodo. Esa reliquia luego fue enviada a Roma, donde el departamento de exorcistas la analizó para luego archivarla en un sótano junto a millones de pruebas más sobre la presencia de demonios en el mundo.
María Manuela envejeció con veinte años. Su vida se acortaba más rápido de lo común. Una enfermedad respiratoria se alojó en su cuerpo durante un temporal de lluvias. Poco a poco, sus pulmones se deshicieron en una pasta de sangre que la mujer expulsaba con la tos y los estornudos. La llevaron a los cayos de la costa para que respirara aire puro, se le hicieron pócimas supuestamente milagrosas con plantas medicinales, pero nada tuvo efecto. Tirada en una hamaca expiró con la vista en lo alto de la casa, en la cruz tosca y gigante que sobresalía por encima de las divisiones de las paredes.
Por orden del Obispo, se expidió que el cuerpo fuera abierto con el fin de completar la investigación que debía enviarse a Roma. Los padres accedieron y, para sorpresa de los médicos y de los ministros religiosos que acudieron al suceso, los órganos del interior estaban hechos una masa compacta, en la cual nada era distinguible.
La historia de María Manuela —conocida como La Rondona porque la rondaban demonios— comenzó a adoptar otros detalles como fruto de la imaginación de los vecinos. Lo más terrible estaba en sus predicciones ya que, si bien era notorio que no todo lo que decían los demonios en los exorcismos resultaba verídico, el padre Tordesillas evitó volver a comer tocino cuando se servía sus platos de potaje. El monaguillo, ni por asomo, visitó de nuevo el Ingenio de Dolores y no pasaba por caminos y veredas infectados de perros jíbaros. En la villa, se mantiene la costumbre desde entonces de colocar en alto un vaso de cristal con agua bendita.

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