La nave de trabajo del barrio Santa Teresa, Chivos, de Camajuaní acaba de sufrir un incendio que la devastó. Para quienes hayan vivido hacia lo interno la parranda, este suceso está entre los más tristes: es la muerte de sueños, de sacrificios y de desvelos. Más de un setenta por ciento de los materiales de la próxima carroza estaban ahí y ahora, con los precios de la inflación, la tarea es cuesta arriba. El patrimonio tiene estos rostros en ocasiones sombríos, cuando todo parece perdido. Las imágenes, dantescas en su contundencia, les dieron la vuelta a las redes sociales y no faltaron interpretaciones erróneas, malintencionadas, llenas de inexactitud. La información con todo su peso, con su omnipresencia, llenaba los espacios públicos dando una imagen de las parrandas que no les hacían justicia. ¿Está Cuba en tiempos de celebración?, decían algunos al tiempo que enunciaban las muchas carencias. Todo apuntó de pronto hacia el núcleo de una tradición que es mucho más que accidentes o fatalidades.
El patrimonio conforma el entramado existencial de un país, allí se definen esos elementos que en materia de identidad viajan a través de los tiempos. Más que verlo de forma tangible o intangible, el patrimonio tendría que estar entre las cuestiones que construyen o deconstruyen un fenómeno político, económico, social. En la memoria se están dando las batallas más entrañables sobre lo simbólico y la autoestima de la nación. Las estructuras que conforman una herencia determinada son, de hecho, casi siempre invisibles, se inscriben en tesoros que surgen y desaparecen en el momento, pero que permanecen en la memoria colectiva. Así pasa con las parrandas. En la nave de trabajo de Los Chivos había algo que pudiera parecerle a alguien baladí o carente de peso: las firmas de una gran parte de los artistas que a lo largo de décadas hicieron allí sus piezas para las carrozas. Decoradores, pintores, electricistas, escultores, vestuaristas; todo un entramado de personas que supieron legarnos las enseñanzas de sus mayores y que quizás ya no se hallan entre nosotros. Las llamas, en parte, borraron ese panteón histórico, hecho de manera informal, contra todo tipo de convenciones.
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Hay que tomar nota de estas erosiones y de la reacción que las comunidades portadoras realizan en torno a ello. Casi de inmediato, las mismas redes dieron cuenta de la solidaridad, del empeño por la reconstrucción. En más de un pueblo parrandero no sonaron las rejas ni salieron las banderas a la calle. Muchas personas, allende los mares, dieron su palabra de ayudar, de levantar, de brindar recursos. Las parrandas son una variable del patriotismo, pero una viva, que no se doblega a las dificultades. Lamentable que una parte de los ecosistemas mediáticos de índole informal dieran notas no verificadas y que trataran el asunto como una muestra de “irresponsabilidad” por parte de los barrios de parrandas. Ya antes cuando en el año 2017 se dio el accidente en Remedios, hubo juicios injustos y negativos de una parte de estos reporteros que hablan desde afuera, desligados de la trascendencia comunitaria y del signo, de la vida y la esencia que implican estas fiestas para millones. No se trata solo de carrozas, no son solo naves de trabajo, no está todo definido entre sacar o no sacar una pieza. Las parrandas se mueven en el imaginario, son el concepto por excelencia y gracias a que están ahí las personas gozan de un poco más de felicidad. Es esa alegría necesaria, capaz de sacarnos una sonrisa, aunque haya apagón o persistan los efectos de un ciclón o de la crisis o no contemos con los alimentos vitales.
Puede parecer una locura, pero en los pueblos de parrandas, un mal paso dado en esta dirección resulta quizás más definitorio que las condiciones esenciales básicas. Es en torno a esa “exageración” que han crecido generaciones y que se ha vertebrado una identidad barrial poderosa. La bandera de Los Chivos ondeando sobre un tejado de Camajuaní es tan esencial para la patria como la cubana, para algunos incluso más. Se trata de ese escudo de lo simbólico, ese que nos dice que hay estabilidad y fuerza, a pesar de todo. Con el mundo en contra, las parrandas pervivieron, pasaron por los sistemas políticos, siguieron de largo y han logrado darnos una imagen acabada de la cultura cubana en diversas etapas.
Sin parrandas, se derrumba el universo para el remediano, el camajuanense, el voltense y para muchos gentilicios más de una extensa región que comienza en Villa Clara y termina en Ciego de Ávila. Puede que las familias tengan problemas, que no haya llegado la ración que corresponde por la cartilla de la bodega; pero los vecinos saldrán con sus barrios y pensarán que están en la gloria cuando su carroza doble la esquina y se incendie un tablero de palenques. Puede que esa felicidad efímera nos parezca una locura, puede que queramos en el fondo solucionar otros problemas más acuciantes; pero sin las parrandas no será posible. Cuando las llamas se elevaron sobre el poblado de Camajuaní, era como si el infierno y la tristeza se hicieran una misma realidad, como si los vecinos lo perdieran todo. Y es que, literalmente, así fue.
El suceso nos lleva a otras reflexiones. Por ejemplo, ¿cuánto de ese patrimonio está en peligro? ¿tenemos en las manos todo lo necesario para trasmitirlo a las generaciones sin que pierda con el proceso elementos de rigor? Las firmas que estaban en las paredes eran parte de una cuestión de identidad, vemos ahora su peso, pero antes nadie se detuvo a valorar el papel trascendente que poseían. Hay muchos elementos de esa cultura popular que no sabemos catar en su momento, que tenemos de hecho asumidos, pero que luego desaparecen y no contamos con los soportes necesarios para su memoria. Las firmas eran una especie de registro, como lo son aún las paredes que quedan en pie. Allí está todo lo que pasó en Camajuaní durante las décadas del gran artista de las parrandas Roberto Prieto, un hombre que cambió para siempre el entendimiento de lo bello y que con su rigor impuso una escuela vigente desde entonces. Pero todo el equipo de trabajo posterior posee tanto peso como el maestro. Allí debió estar, en su momento, el antropólogo para tomar las fotos, para hacer los estudios, para que nada se perdiera con la nube de los tiempos o quizás la quemazón de un incendio.
Al barrio Los Chivos se le conoce con el sobrenombre de la Escuela Magistral de las Parrandas por sus bellas carrozas. Siempre nos tienen acostumbrados a darnos una lección de arte tanto clásico como de ruptura en un escenario tan exigente como el pueblo de Camajuaní. Conviene entonces que sepamos que esos valores no son eternos, que pueden irse con las llamas del olvido, de la desinformación y la insensibilidad. Quizás el incendio, con todo lo que dañó, sea la llama necesaria para iluminar procesos que no tenemos bien concientizados. Las parrandas merecen mucho más que aparecer solo cuando surgen calamidades o accidentes; hay que anotar sus luces, hay que elevarlas al sitio que merecen.

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